Por Nancy Roman
Hace 30 años, más o menos,
durante una comida con compañeros de la facultad en el campus, me preguntaron de
dónde venía mi éxito. Lo que contesté en el momento les dejó sorprendidos: “La facilidad
con la que escribo y hablo, y que lo hago bien”. Mi respuesta venía motivada
por las muchas actividades en las me había visto envuelta durante mis 21 años
de carrera, mientras desarrollaba programas de Astronomía para la NASA, –
justificaciones de proyectos a mis supervisores, al Congreso y al Centro
Presupuestario; reuniones con la comunidad investigadora para alentar su
interés sobre las posibilidades de la observación espacial; charlas con el
público general para generar entusiasmo hacia la ciencia básica – y que
requerían que presentara mis ideas de forma clara y concreta. Todavía creo que saber
comunicar es importante. Pero ahora que he tenido tiempo de meditar con calma,
me doy cuenta de que factores como la perseverancia – o cabezonería – y un poco
de suerte fueron igualmente importantes.
Cuando era pequeña, las mujeres
no eran científicas. Al pedir permiso a la orientadora del instituto para cursar
un segundo año de álgebra, ella desdeñó la idea diciendo “¿Qué señorita
elegiría matemáticas en vez de latín?” El ambiente en la universidad era
similar. Si la decana de las mujeres no podía disuadir a una chica de
licenciarse en ciencia o ingeniería, ya no quería saber nada de ella.
La primera vez que recibí una
pizca de ánimo fue en mi tercer año en la universidad, cuando el director del Departamento
de Física me dijo: “Normalmente trato de convencer a las mujeres de abandonar
la licenciatura en Física, pero quizá tú tengas alguna posibilidad.” En el
programa de doctorado quedó claro que a los miembros de la facultad no les
gustaba enseñar a mujeres. Pero me alegra decir que ignoré a todas las personas
que me dijeron que no podía ser astrónoma. He tenido una maravillosa carrera en
un campo que me encanta.
En cuanto a la suerte, cuando
tenía veintitantos años, mientras trabajaba como profesora ayudante en la
Universidad de Chicago, observé una estrella que tenía un espectro de emisión
inusual y completamente inesperado. Publiqué una nota de dos páginas sobre ello
y continué intentando determinar si la composición de las estrellas dependía de
su posición en la galaxia.
Me di cuenta de que, como mujer,
tenía pocas opciones de conseguir plaza permanente en el departamento para
investigar en astronomía. Así que, para seguir en el campo de la investigación
astronómica, cambié de especialidad y acepté un puesto en el Laboratorio de
Investigación Naval (NRL, por las siglas en inglés). Tres años más tarde, fui
una de las tres personas estadounidenses a las que invitaron a inaugurar un
observatorio en Armenia. Resultó que me habían elegido porque el director del
nuevo observatorio quedó intrigado por mi nota sobre aquella estrella anómala.
Fui como sustituta de otro invitado, de modo que sólo contaba con 4 semanas
para conseguir los permisos de toda la jerarquía naval para poder viajar.
Mientras paseaba mis papeles de oficina en oficina, mucha gente se enteró de
que me iba. A mi regreso, los jefes de NRL me pidieron que diera una charla
sobre mi viaje, y después impartí una serie de clases sobre Astronomía. Como
resultado, todo el mundo acabó conociéndome.
Cuando se creó la NASA dos años
más tarde, la mayor parte de la sección de ciencias estaba formada por personal
del NRL. Los jefes del grupo, que me conocían gracias al viaje, me preguntaron
si conocía a alguien que quisiera lanzar un programa de Astronomía espacial, lo
cual interpreté como una invitación a solicitar el puesto. Dudaba sobre
abandonar la investigación, pero la tentación de planificar un programa que, estaba
segura, iba a influenciar la Astronomía durante décadas fue más fuerte.
Conseguí el trabajo y comencé a desarrollar un programa de 20 satélites, que
culminó con el lanzamiento del Telescopio Espacial Hubble, y muchos cohetes e
instrumentación en misiones tripuladas, todo ello motivo de orgullo.
Ahora sabemos que la estrella que
cambió mi vida se encontraba en un estado inusual, que dura 100 días, y que eso
ocurre cada 10 o 15 años. Así que, parte de mi éxito se puede atribuir a la
suerte que tuve de ver lo que vi justo en ese momento. Pero fue igualmente
importante que reconociera que lo que veía era interesante y que aprovechase
las oportunidades que la fortuna trajo a mi puerta.
Traducción del artículo original por Nancy Grace Roman. Science 09 Dec 2016: Vol. 354, Issue 6317, pp. 1346. DOI: 10.1126/science.354.6317.1346